domingo, 9 de enero de 2011

Vicio, magia y oficio de un escritor nato - Alfredo Bryce Echenique




Vicio, magia y oficio de un escritor nato en A trancas y a barrancas (1996) de Alfredo Bryce Echenique

Y yo que siempre he repetido que un prólogo es algo que se escribe después de un libro, se coloca antes y no se lee ni antes ni después. Maravillosa excepción a esta regla es el prólogo de Gabriel García Márquez nos enseña, casi diría yo más de lo que merecemos, sobre los dieciocho años que le tomó, costó y hasta jodió escribir estos relatos peregrino. Cómo, entre sus tres vocaciones, literatura, periodismo y cine, barre por fin la primera mediante una esforzada carrera hasta el fondo de lo que es ser un escritor nato. Cuánto oficio, cuánto vicio y cuánta magia se requiere practicar para probarse a sí mismo (y a los demás) que aquello que fácilmente se da en llamar un escritor nato no es un asunto de genes, sino del insaciable y abrasivo vicio de escribir. Aclaro que las últimas cuatro o cinco palabras de la frase anterior a ese peregrino eterno de la literatura que responde al apodo de Gabo.

Y ahora sí lo cito, cuando se refiere a su prólogo de taller literario al largo recorrido que ha llevado a algunas notas periodísticas, alguna entrevista grabada y algunos guiones cinematográficos a convertirse en doce mágicos relatos: ‹‹…cuentos cortos, basados en hechos periodísticos, pero redimidos de su condición mortal por las astucias de la poesía […]. El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de un personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro toda la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarle se impone para terminarlo. El cuento, en cambio, fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y ajena enseñan que la mayoría de las veces es más saludable empezarlo por otro camino, o tirarlo a la basura. Alguien que no recuerdo lo dijo bien con una frase de consolación: “Un buen escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica”.›› Sigo ahora citando al mago nato de tanto trabajo: ‹‹…los recuerdos reales (que el autor revisa mediante un viaje de chequeo por las ciudades europeas en que, algún año ya remoto, se movieron sus caribeños personajes) me parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia››. Había que encontrarle alguna solución a este problema, aparte de la que naturalmente consiste en entregarse cuerpo y alma al vicio y oficio de trabajar unos materiales escribibles. García Márquez la encuentra con el correr de los años. Sólo este transcurso de lustros podría darle ‹‹una perspectiva en el tiempo››. Una perspectiva de dieciocho años, finalmente. Y entonces sí: ‹‹La escritura se me hizo tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es el estado humano que más se parece a la levitación››.

Estudiar este largo y concienzudo paso de entrevistas, guiones de cine y crónicas periodísticas (que muchos hemos leído), sería materia de un taller de creación literaria o creación tout court y/o de un concienzudo artículo académico. No es éste el caso del reseñador encantado que soy, pues salgo recién de una muy placentera lectura más de entre las muchas que nos ha dado García Máquez. Y tampoco es el caso de quitarle al lector el placer potencial de estos Doce cuentos peregrinos, el goce personal e íntimo de su lectura, citando una sola frase del libro. Ni siquiera las de los pocos pero perfectos diálogos que salpican una prosa que, a decir del inglés Ford Madox Ford, es tan fresca que parece siempre un guijarro recién sacado del arroyo más cristalino. Me limito, pues, a reseñar la intensa forma en que disfruté de una lectura capital. A tratar de explicar(me) lo inexplicable, lo vicio, lo oficio, lo magia y lo nato. No quiero arruinarle su lectura personal a nadie. Sólo quiero inducir a que se lea este libro que yo tuve la suerte de leer en compaginadas, cortésmente cedidas por el diario El Mundo. Soy, pues, por decirlo de alguna manera casi un lector Adán y Eva de estos cuentos cuyas páginas quisiera compartir con alguien, con muchos, con todos, con parientes, amigos y enemigos.

En los doce cuentos que conforman la materia de este libro, el discurso narrativo se contagia constantemente del poético gracias a una maestría técnica puesta al servicio de un verdor candoroso, de una porosidad y disponibilidad realmente infantiles. En fin, hay un retorno a la percepción virginal del adamita o de sus equivalentes actuales: niño y loco. Y nuevamente en fin, García Márquez disloca, descoloca, desajusta, extrapola y da saltos y aletazos cada vez que inicia cada uno de estos relatos que, sin que nos demos cuenta siquiera, se convierten en una verdadera esponja fenoménica. Más, claro está desde siempre García Márquez, la riquísima concisión, la dimensión incesantemente evocadora que hace que a cada rato nos caigan cocos en la cabeza. Cocos, sí, o sea ‹‹ esos frutos independientes que crecen solos en las palmeras y se tiran cuando les da la gana››, que es lo que me enseñó sobre los cocos aquel inolvidable diccionario popular que me explicó que Edipo era un rey griego famoso por su complejo, o que madre putativa es aquella que se reputa madre.

La sonrisa de la razón —y hasta de la sinrazón, me atrevo a decir— es la forma en que el autor nos presenta a estos caribeños personajes absortos en Europa, pero que son capaces de describirla mejor que nadie (perdonen: he jurado no citar). De ahí tal vez, o además y todavía, el aire de eterna lozanía, de frescura y fragancia de cada relato, de cada párrafo, de cada frase. Pero el asalto al humor es tan frecuente como el paseo a la magia en estos cuentos de los que muchas veces lo inesperado surge casi como una necesidad vital para el autor. Más el estilo, pero quién no sabe ya que García Márquez afina como Borges el mismo violín que nos dejó el argentino genial afinador de todos los escritores de esta lengua maravillosa que es el español.

Termino. Últimamente ando desconcertado porque oigo hablar pésimo de una literatura supuestamente light y como para grandes almacenes y hasta en épocas de grandes rebajas. Cuentos y cuentas que se saldan, en fin. Pero clásico es lo que no se salda nunca. Lo que se reedita siempre y se encuentra siempre y para siempre en las librerías más especializadas. En este sentido, Doce cuentos peregrinos es la más heavy de todas las obras que no he comprado ni en gran almacén donde van los que tienen perdida la fe de un último tango en París, ni en una librería especializadísima donde van los que tienen puesta la fe en la literatura eterna. Ya lo dije antes: me los regaló El Mundo en compaginadas. Y entonces vino el placer inmenso de la lectura y la dicha de imaginar que, gracias a esta reseña de carbonero a tus zapatos, alguien me respetará más en el metro de Madrí-Madrid de Agustín Lara, capital europea de la cultura 1992.

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