sábado, 30 de octubre de 2010

El raje - Marco Aurelio Denegri


El raje en Suplemento Domingo del diario La República (Lima, Perú)



Maledicencia es la acción y efecto de hablar mal de alguien y desacreditarlo. Equivale por lo general a raje y éste a murmuración, en la tercera acepción de murmurar, esto es, hablar de un ausente, censurando sus acciones.


El chisme, desde luego, se relaciona también con la murmuración, el raje y la maledicencia. ¿Qué es el chisme? Según la Academia: "Noticia, o comentario, verdadero o falso, con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras, o se murmura de alguna".


Carlos Alberto Seguín decía que el vocablo chisme tenía el mismo origen griego de cisma y esquizofrenia, voces procedentes de schizo-, y éste de schizein, que en griego significa cortar, separar, dividir. Por eso la Academia dice que el chisme pretende indisponer a unas personas con otras, separarlas, enfrentarlas, desunirlas, desarmonizar su relación. Pero no siempre es ésa la intención del chisme, ni tampoco el chisme es exactamente lo mismo que el raje, ni el raje equivale precisamente a la murmuración. Pero claro está que todos estos conceptos se emparientan muy estrechamente. El concepto central es el de hablar mal de un ausente, censurándolo y desacreditándolo. Esta maledicencia alcanza en el raje una intensidad y violencia que la murmuración y el chisme no tienen. Nótese que rajar, en sentido recto, es dividir en rajas, y raja es cada una de las partes de un leño que resulta de abrirlo con un hacha. Rajar es, pues, hender, partir, abrir. El raje es por lo tanto hiriente y vulnerativo. La murmuración y el chisme pueden ser y de hecho son molestos e incomodantes, pero ni la una ni el otro tienen la violencia denigrativa y pulverizante del raje.


Sostengo -y en serio- que el raje nos es necesario. ¿Por qué? Porque nos permite expresar lo que las convenciones sociales normalmente no nos permiten. Por ejemplo, las convenciones sociales no permiten la absoluta franqueza en el trato con los demás, pues ello traería consigo mil y uno problemas y dificultades. Cuentan los biógrafos de Émile Zola que el haber sido este gran novelista tan franco y directo en sus relaciones con los demás, le ocasionó muchos contratiempos. Cuando le presentaban a alguien y él advertía que se trataba de un estúpido, interrumpía inmediatamente el diálogo y le decía a su interlocutor: "Señor, no puedo seguir hablando con usted, porque usted es un estúpido". Nosotros, en la vida diaria, no podemos tener esa franqueza, porque estaríamos peleando todo el día. Pero en el raje nos desquitamos y decimos: "Ah, ¿fulanito? Bueno, ése es un estúpido".


El raje es pues útil. Es un desahogo ante las restricciones e imposiciones de la vida social. Y a veces no es ocasional, sino solencia. Tal el caso del escritor venezolano Rufino Blanco Fombona (1874-1944), que se despachó a gusto cuando hubo de entrevistarlo el poeta arequipeño Alberto Guillén (1897-1934).


-¿Qué le parece Linares Rivas? -le preguntó Guillén.

- El más mediocre de los mediocres.

- ¿Y Palacio Valdés?

- Un Linares Rivas de la novela. Ambos sirven para uso de las señoritas de la clase media, que es media en todo. Ni Palacio Valdés ni Linares Rivas son de una estupidez absoluta; son peor que eso: son mediocres.

- Y Sanchiz, ¿qué opinión le merece?

- Ninguna. Yo puedo ver, aun sin quererlo, a un corpúsculo como Linares Rivas, pero mis lentes no son microscopios para descubrir microbios


(Alberto Guillén, La linterna de Diógenes. La Aurora Literaria, 1923, 134-135).

Cómo decíamos hace un mes - Sofocleto


Prólogo de Sofocleto Dominical: Tomo 2 (1997) de Luis Felipe Angell de Lama "Sofocleto"




En realidad, cuando el inmortal Fray Luis de León (ahora lamentablemente muerto, porque siempre fue muy temperamental) suscribió su célebre frase —“Como decíamos ayer…”— hacía veinte años que lo habían sacado de la cátedra y, por lo tanto, eso de “ayer” venía hecho vidrio molido contra los autores de su defenestración o, para decirlo en criollo (como habla el príncipe Carlos cuando está a solas con la reina, que es una madre para él), contra quienes lo habían sacado por la ventana. Puesto que eso significa, exactamente, “defenestrar”. Pero, en cambio, nosotros modestamente decimos “hace un mes” porque descontando la máquina que se atracó, el papel que se torció, el técnico que perdió un dedo en la guillotina y, en fin, las cosas que ocurren en una imprenta cuando todo parece estar perfecto, salimos con el SEGUNDO TOMO de originalísima BIBLIOTECA SOFOCLETO exactamente a los veintiún días (como los pollitos, en su evolución de huevo a “pío, pío”) de haber salido a la luz pública el primer volumen de la misma.


Ahora bien, no nos envanecemos con esto.


Sencillamente digamos que la modestia se nos sale por los poros y que en las noches, al acostarnos (con excepción de los días útiles, en que nos acostamos por la mañana) pasamos frente al espejo y ni siquiera nos dignamos mirar la imagen del ciudadano que —desde el otro lado— nos espía cuando refilamos la peinada del estribo (siempre se peinan más veces los que tienen menos pelo) o calculamos cómo andamos de la barriga, por si los kilos. Que me perdonen las señoras experimentadas en este asunto de la cigüeña pero la verdad es que —pensamos— esto de publicar un libro “tiene” que ser como parir. O “dar a luz”, como se decía antes que llegaran los piratas del medidor, quienes, allí donde el creador dijo alguna vez “¡Hágase la Luz… chuf, chuf!”, han venido con su nuevo eslogan (“¡Córtese la luz!”) sin que desde el cielo les hayan mandado un buen rayo o les haya caído encima uno de sus propios postes.


Pero, volviendo a la “parición” de libros: Con toda la experiencia que tenemos de haber alumbrado unos cuarenta tomos —entre el Perú y el extranjero— seguimos creyendo que no hay nada en el mundo tan patéticamente parecido a una pariente (de “parir”, no de relacionado familiar, como una tía, una prima o cualquier cosa comestible de la tribu) que el escritor en los días inmediatos al advenimiento de un volumen suyo a este valle de lágrimas. Es algo impresionante: La madre mira al monito como si fuera un cristal, lo abriga, lo desabriga, le da el pecho (dos surtidores para él solo), lo atiende (pañales, talco, chanchos, devoluciones, “arrorroes” nocturnos a cargo del progenitor porque la madre siempre está “deshecha”), lo peina, lo encoloniza, le canta (¡) ritmos que ya estaban fuera de circulación cuando —allá en el Paraíso— nació Caincito y, porque en el fondo seguimos siendo antropófagos, se pasa el día y al noche preguntando si el gorilita no está “para comérselo”, evento que, de sólo imaginarlo, le revolvería las entrañas a la propia hiena, que come de todo.


Con el autor del libro —aunque en distinto escenario— pasa lo mismo: Camina kilómetros buscando algún transeúnte que lo tenga entre las manos o lea en el micro; recorre todas las librerías para ver si tienen a “su hijo” en la vitrinas o si lo anuncian con algún letrero; enloquece al distribuidor para saber “cómo anda la cosa”, lo cual, frecuentemente, lleva a equívocos que no es del caso pormenorizar; pregunta a sus amigos “qué les pareció el engendro” (todos le dicen que “¡fantástico!” y ninguno lo ha leído porque espera a que el autor se lo regale) e, inevitablemente, en la mesa de noche tiene un ejemplar lleno de correcciones porque —así es el fútbol entre los escritores— recién después de haber sido impreso, distribuido y puesto a la venta, es cuando aparecen los “furcios”, las fallas de construcción gramatical, los errores (a veces “horrores”) ortográficos, el empastelamiento de textos, la repetición de sustantivos, los defectos de lomo (del lomo del libro, claro, porque los otros siempre se pueden planchar) y su propio nombre mal escrito. Además del mamotreto, en la mesa de noche también hay aspirinas para el dolor de cabeza y sedantes para la cabeza del dolor, que nunca está en el cerebro sino en el sistema nervioso. El parturiento pierde peso, pierde el apetito, pierde a los amigos que no recibieron su ejemplar gratis, pierde a la señora (que no pasó de las dos primeras páginas), pierde los anteojos para ver de cerca y también pierde los de ver de lejos, al pisarlo por no haberlos visto cuando los tuvo cerca. Piensa en el suicidio. Pero no en el suyo sino el de sus enemigos, competidores, imitadores, copiones, envidiosos, mediocres y (¿dónde estará la lista de tres páginas que habíamos hecho, de primera mano?), toma aire en el grifo porque se le han bajado las llantas del espíritu y, finalmente, toma la decisión de no volver a escribir un libro jamás, hasta dentro de —mínimo— dos meses.


Pero todo eso es falso, como un huaco legítimo.


Pasado la octava o novena tormenta espiritual del día, el procreador entra, como si dijéramos, en celo; adopta miradas lejanas, asume expresión de iluminado, aprieta el botón correspondiente del cerebro y pasa de la mesa de noche al escritorio (la “inmunda covacha” según la llaman familiarmente los otros habitantes del tugurio), vuelve a poner papel en su vieja IBM (que no hay donde conseguirle bolitas de repuestos y en el tablero no hay letras que las debe completar con bolígrafo) y la humanidad no tiene idea del cataclismo literario a que está expuesta a partir de ese momento. Luego, lo de siempre: A la señora parturienta la embarazan de nuevo —en una de esas noches de insomnio y luna— en tanto que el escritor irá haciendo barriga intelectual, según y conforme vaya caminando su proyecto. Y la historia se repetirá por en tanto y cuanto la señora siga siendo multiplicable y el escritor, pateando ideas mientras camina por sus mundo interiores, tropiece de vez en cuando con algo original y propio. No sólo para cumplir con su imperativo esencial y vital de escribir, sino para desautorizar a quienes proclaman —sin remordimiento de conciencia— que “nada hay nuevo bajo el sol” y que en materia de plagio todo es tan lícito como hacer el amor con la cuñada de Martínez.


[…]


La Historia ha ido demostrando que el Humor, en la vida, es tan indispensable como el aire, como la luz, como el amor. El gran poeta Virgilio decía: “Hay que prepararse por aquellos que está contra el Humor, esa fórmula crítica de la inteligencia que siempre termina teniendo razón. Desde luego, no se refería el poeta al humor servil, de a tanto por palabra, sino al Humor estructural, que es la cumbre máxima del talento. Otro gran poeta latino, cuyo nombre se nos acaba de escapar, como un pajarito, por alguna ventana de la memoria, decía que “El Humor es siempre el enterrador de la tristeza, pero cuando desaparece el humor la tristeza vuelve a resucitar. Entiéndalo bien el Senado Romano… y entienda que el Humor no es hijo del vino sino padre de las verdades que sin él no podríamos finalmente estableces…”.


Pero, en fin, no podemos dejar que el Humor nos ponga meditabundos, ni escalafoyéticos, según antiquísima palabra que acabamos de inventar. A todos nuestros lectores les deseamos el mejor de los éxitos con esta adquisición que han hecho y los felicitamos muy efusivamente por la inteligencia y el buen gusto que han demostrado tener al escogerlo. ¿Un consejo sano para tener el hígado en óptimas condiciones? Bien: Cómprenos, tenga nuestros libros cerca y en cuando el hígado les comience a patear, léanos.
De veras que les hará mucho bien.

lunes, 25 de octubre de 2010

Los dioses de Chavín - Luis Lumbreras


Extracto de Los orígenes de la civilización en el Perú (1983) - Luis Guillermo Lumbreras




Cuando se ingresa al templo de Chavín, se tiene la sensación de entrar en un mausoleo lleno de fantasmas feroces. El silencio es total, pues ni siquiera se escucha el ruido del viento exterior, del que uno está separado por gruesas murallas y un sólido techo de piedra. Las galerías son angostas, altas, frías; es fácil perderse en ellas; forman un laberinto cruel para el neófito. Al centro, en medio de una granizada de piedras, hay un cuchillo gigantesco, tallado en piedra, como caído del cielo y clavado en lo profundo de la tierra; le llaman “el Lanzón”, tiene más de cuatro metros. Pero no es simplemente la figura de un cuchillo, es más bien la terrible imagen de un dios humanizado, que ávido de sangre muestra las fauces con filudos colmillos curvos. Tiene la mano derecha en alto y las uñas son garras y los cabellos son serpientes. Es impresionante la figura de este dios perdido hoy en el laberinto de un templo destruido por los siglos.

Chavín está en medio de la sierra, en un lugar en donde comienza a formarse el Callejón de Conchucos, entre las montañas, al pie de un río. Las montañas están al oriente de la Cordillera Blanca, aquella del Huascarán y el río se llama Mosna.

Es éste un lugar que sirve de testimonio de lo que ocurrió en el país hace más de tres mil años, cuando unos hombres construyeron una nueva forma de vida. Ya no eran más, los habitantes andinos, trashumantes cazadores-recolectores, ya no eran más los semidesnudos salvajes de los primeros tiempos, pues las cuevas y los abrigos naturales habían sido abandonados gracias a la nueva técnica de construcción; todo era diferente, los instrumentos, las costumbres.

El nuevo régimen permitió un ascenso de la importancia de los núcleos de vida en las aldeas, de manera tal que ellas fueron creciendo en número y tamaño.

El avance de la tecnología agraria había creado la necesidad de nuevos tipos de personas, a manera de especialistas dedicados al estudio de los movimientos del Sol, las estrellas y la Luna y al mismo tiempo técnicos en la distribución de las aguas para la ampliación y servicio de los campos de cultivo; estos especialistas vivían en aldeas y a medida que avanzaban sus conocimientos aumentaban su prestigio y su poder social; más bien que científicos en posesión de conocimientos derivados del estudio, ellos eran poseedores del don “sobrenatural” de controlar las lluvias y los cursos del agua, por lo tanto estaban ligados a los dioses; eran “sacerdotes” de los dioses.

Las aldeas en donde tales especialistas vivían, crecieron inusitadamente, tanto por el hecho de que los campesinos los favorecían con gran parte de sus excedentes de producción agropecuaria, cuanto porque los mismos sacerdotes decidieron montar su propio sistema de vida, que condujo a la institucionalización de los templos y a la formulación de lo que se llama la “iglesia” o sea una organización al servicio de la religión.

Algunas aldeas devinieron, pues, centros ceremoniales, que para ser tales requirieron de nuevos tipos de especialistas y otros servidores. En efecto, los sacerdotes, más bien técnicos hidráulicos, formaron en torno a los templos que ellos mismos comenzaron a edificar, una élite de servidores “a tiempo completo” deslizados del campo, principalmente constituida por artesanos. Los ceramistas más destacados de la comunidad, los mejores tejedores, los picapedreros fueron asimilados al servicio de los templos, donde los sacerdotes “adivinaban” los períodos de sequía, de lluvia, etc. Los artesanos fabricaban los objetos litúrgicos que acompañaban las ceremonias de los sacerdotes.

Los Cojudos - Sofocleto


Extracto de la Enciclopedia de la conducta humana - Tomo 1º: Los cojudos (1970) de Luis Felipe Angell "Sofocleto".




Yo recuerdo, por ejemplo –tenía seis años y estaba en vísperas de enfrentarme racionalmente a la Cojudez-, cuando abrí el pomposo ladrillo de la Real Academia con la plena confianza de encontrar en el término “Cojudo” una clara referencia al Director de mi colegio, al profesor de Geografía, al primero de la clase, al sacristán García y a otros calificados personajes de mi mundo infantil. La desilusión que sufrí vino a ser tan grande como mi desconcierto, porque allí decía, apenas en dos líneas, algo así como:

"Cojudo: Dícese del animal no castrado".

Claro, yo era entonces todavía muy joven para saber (aunque lo intuía), que quienes redactan diccionarios son los Cojudos más solemnes que ha parido madre y que, en consecuencia, no pueden sino producir engendros incomprensibles caducos y equivocados, tan interesantes e ilustrativos como cualquier guía telefónica. Además, no sabía lo que significaba "castrado", aunque tenía una vaga referencia de cierto vecino cuyo médico estornudó cuando le practicaba un delicado corte en los testículos -para operarlo de varicoceles, creo- y al galeno se le fue el bisturí por su cuenta, "degollándole todo” (si nos atenemos al silvestre relato de mi tía Cristina), en forma tan radical que de buenas a primeras se encontró con ambos artefactos en la mano. Por lo tanto, de "Cojudo" pasé a buscar el término “castrado" ("que ha sufrido castración"), sin lograr mayor adelanto en mi pesquisa. "Castración" ("Acción de castrar"), me condujo al infinitivo de este curioso verbo cuya personalidad se resumía en las funciones de:

"Capar, extirpar los órganos de la generación"

Confieso que me quedé como ante un abismo. ¿De modo que, en mi casa, el único habitante no cojudo venía a ser el gato? Y, en un ámbito mayor, el vecino de los calzoncillos vacíos del cual, en inexplicable contradicción, afirmaban los entendidos que cada día estaba más Cojudo, contemplando melancólicamente sus testículos, conservados -hasta el día de su muerte- en un enorme frasco de formol. No, ¡aquello necesitaba una explicación! Y procedí a buscarla metodológicamente, aunque exponiéndome a todos los padecimientos que lleva consigo el apostolado del investigador, porque cuando al viejo y aguerrido coronel de Caballería que vivía en la esquina le pregunté (solicitándole que me contestara "de a de veras") si él era castrado o cojudo -las dos únicas posibilidades de ser que, en mí opinión de entonces, tenía por delante la humanidad- me encajó tal patada en el trasero incipiente, que fui a caer en el centro de la pista, minutos antes de volver a mi casa y empalmar una cachetada indeleble, mediante la vía paterna, notificada telefónicamente de los hechos por el pundonoroso oficial de marras Así, pues, tuve que abandonar mis estudios semánticos ante la perspectiva de sufrir mayores daños y, durante un buen tiempo, me quede traumatizado por la angustia de no saber si era más saludable incorporarse a las entusiastas filas de los Cojudos o someterme algún día a la humillante operación que le habían hecho al gato para que no siguiera correteando en los techos como un histérico.
Luego, supongo que siguiendo la tradición nacional, me aclimaté a la cojudez, como quien se acostumbra al frío de la Sierra o al calor de Piura, y recién en la Universidad, cuando hacíamos un inventario de los catedráticos Cojudos a quienes era indispensable repudiar por incapaces y anacrónicos, volví a interesarme en el tema como objeto de una seria monografía lexicográfica que me sirviera de base para un Ensayo ulterior sobre la mentalidad peruana.
Para comenzar, recordaba haberle preguntado a mi tía Cristina, poco antes de incorporarse al álbum necrológico de la familia, por qué en Piura se llamaba “Cojudo de chicha” al poto o calabaza seca donde se acostumbra servir dicho fermento. Me explicó, utilizando un ingenioso eufemismo, que ello se debía al parecido que tenían los "Cojudos" con las talegas, pero sin decirme que en la fabla popular de mi tierra -donde yo faltaba casi desde la infancia- las "talegas" eran, ni más ni menos que un sinónimo de "testículos". El Cojudo, pues, se llamaba así porque tenía forma de testículo. A esta información se acoplaba, como raíz etimológica, el término "cojón" que se aplica en España al testículo más caído que su hermano gemelo, quedando el plural reservado para los casos de duplicidad. Esto es, cuando ambos protagonistas están igualmente caídos, por razones de peso específico (atributo -se dice de valientes y audaces) o por lo que podríamos llamar Languidez Congénita, que vendría a
ser algo así como prima hermana de la Cojudez Intrínseca. Por su parte, la definición del diccionario venía a confirmar esta relación Cojudez-Testículo, con ciertas implicancias de cosa desequilibrada (cojón, cojera, cojo, Cojudo), ambulatoria, sometida a los vaivenes del andar (o vivir, que es lo mismo pero a pocos), pesada, cargante y persistente (porque no hay nada tan persistente y aburrido como el andar de un cojo), etc. Pero todavía hay más cojudeces que anotar.
“Cojez”, por ejemplo, que el diccionario señala como sinónimo de “Cojera”, es ya un antecedente y, diríamos, el eslabón perdido entre cojo y cojudez, del mismo modo que el “cojijoso” está definido como ser que “se queja, enoja o resiente por fútil motivo”. Es decir, exactamente lo que acostumbran hacer los Cojudos. Por su lado, “coja” es una de las 64 acepciones de “ramera” y, por lo tanto, es lógico que “Cojudo” venga a resultar el marido que “la permite o administra”. En lo personal, me parece que si la “administra” no es ningún Cojudo sino, más bien, un sinvergüenza, pero si “la permite” nos encontramos ante un caso imponente de cojudez por derecho propio. Sin insistir mucho en que "cojinetes" se llama a las billas o bolas de rodamiento, tal vez convenga remontamos hasta Felipe El Hechizado (valga decir el Cojudo), monarca que sufría de "poco sustentamiento en las vedijas", como dejara puntualizado su médico, el caballero de Sotomayor, quien inventó para él unos andamios de tela -hoy llamados abiertamente “suspensores"-, destinados a restituir en su Señor el equilibrio perdido y a evitar que ingresara en la Historia como un soberano Cojudo. Objetivo que no logró, como estamos viendo. Es muy posible que la real potra no encontrara en los arcaicos suspensores el alivio necesario o mínimo y esto abrió las puertas de la inmortalidad y la fortuna a don Sancho Herrera de Alduz, faltriquero de la Corte, quien diseñó, para delicia de tan torturados como altivos escrotos, los primeros cojines que se recuerda. Sobre ellos -blandos, frescos, forrados en rojo terciopelo heráldico- daba respiro "a las desiguales pesas de su balanza, nuestro bienamado monarca", como habría de consignar don Francisco de Quevedo, quien debía ser un experto en la materia porque también sufría de lo mismo.


Recuerdos Huatiqueros - Marco Aurelio Denegri


Extracto de Recuerdos Huatiqueros en Miscelánea Humanística (2010)




‹‹!Ahora los casados van a tener que prestar!››


El parroquiano de Huatica se expresó así, exclamativo, aquel mediodía del 27 de julio de 1956, en la esquina de Huatica y 28 de Julio, donde estábamos unos cuantos curiosos viendo la partida de las últimas putas. Nos hallábamos frente a una casa que había sido construida veintidós años antes y que todavía existe. En la parte superior del frontispicio d esa casa, que es la de la izquierda, si uno mira al Sur, se ve la inscripción siguiente: 1934.
La putería de Huatica terminó, pues, juntamente con el gobierno de Odría. Se había establecido en 1928, pese a la oposición de Luis Alberto Sánchez (él mismo me lo dijo) que era por entonces asesor legal de la Municipalidad de La Victoria.
El jirón Huatica, que antes se llamaba 20 de Setiembre y hoy se llama Renovación, se inicia al terminar la primera mitad de la quinta cuadra de la Avenida Grau, puesto que Renovación divide en dos la quinta de Grau, y se prolonga siete cuadras, hasta Sebastián Barranca; siete cuadras que, parecen ocho, porque la primera se divide en dos cuadritas, separadas por la calle Misti. (*)
En la cuarta cuadra, entre 28 de Julio y Bolívar, estaban las putas caras: cobraban diez soles por polvo; las restantes, cinco. (Tarifa de 1954) Había dos o tres vejestorios extranjeros de escasísima clientela; posiblemente sobrevivientes del grupo muy solicitado de polacas y francesas que hubo en los inicios. En las dos últimas cuadras no había muchas putas,, quiero decir, de las que atendían hasta la una de la mañana, pero a partir de esa hora y hasta las cinco de la mañana funcionaba en la séptima cuadra el establecimiento puteril de Luz Gómez, sito exactamente en Huatica 754 y cuyo número telefónico era el 39577. (Véase la Guía Telefónica de Lima, Callao y Balnearios, primera edición, 1951, primera columna de la página 101. Véase también el libro de Roberto Prieto Sánchez, Guía secreta. Barrios Rojos y Casas de Prostitución en la Historia De Lima. Lima, Centro Cultural de España y Universidad Ricardo Palma, 2009, 194-201.)
El horario de atención al público era, oficialmente, de siete de la noche a una de la mañana; pero, en realidad, a partir de las dos de la tarde, poco más o menos, ya había algunas mujeres que ofrecían sus servicios, esmerándose las pobrecitas en provocarnos inútilmente luciendo sus inapetecibles cuerpos decadentes y otoñales.
Nunca vi putas en las mañanas: todas dormían; todas las que vivían allí, que no eran todas las que trabajaban. Las residentes pagaban alquiler mensual; las otras, semanal o diario. En cada casita había dos o tres mujeres; muy rara vez una sola.
Era de rigor, ¡cómo no!, la presencia del mandadero, que invariablemente se llamaba Juan o Pedro; iba y venía de una parte a otra, incansable; era un mozo eficiente al que las putas solían mandar a gritos:


‹‹¡Juan, recoge el balde!››
‹‹¡Pedro, estoy esperando el papel higiénico; apúrate, pues!››


El hacernos pasar a las casitas y recorrerlas hasta llegar al cuarto de la ocupación, conversando como buenos amigos; y una vez en el cuarto, la relativa imprematura del servicio, el trato familiar, el ambiente hogareño, todo esto era de veras solazante.
Ocupación, dije, y dije bien, porque en Huatica, efectivamente, todos nos ocupábamos, nadie brincaba, y hasta las mismas putas, sobre todo cuando escaseabam los marchantes, nos decían con algún apremio:



‹‹Oye, papito, ¿no quieres ocuparte? Ven, pues te voy a hacer de todo, bien rico, ¿ya?››


A mí me gustaba conversar con las putas, conversación que era cháchara, desde luego, pero me gustaba conversar con ellas. ¡Y la de cosas que conversábamos! Recuerdo que una pichona negroide me contó cierta vez que tenía un hijo llamado Sigfrido, y yo, ¡qué tal cojudo!, tratando de culturizarla, le dije que ése era, precisamente, el nombre de un drama musical de Wagner.
La cháchara callejera era linda, de preferencia en las tardes, a eso de las cuatro, cuando un Sol suavecito entibiaba el jirón y el que esto escribe, junto a la puerta o arrimado a la ventana, se entretenía con sus amigas intercambiando trivialidades de marca mayor. Sí, amigas, porque no se trataba de las putas de Huatica, sino de mis amigas las putas. Y con ser esto distinto, era además mejor.
Sin embargo, no porque lo fueran podíamos pagarles después de la encamada; no tenía que ser antes; de suerte que, previo pago, nos desvestíamos semicompletamente, sólo de la cintura para abajo, y ella nos acercaba a la lamparita dela mesa de noche para inspeccionar el miembro. Aprobado el examen, venía la ocupación propiamente dicha.
Cuando adornábamos el polvo con platos, pagábamos naturalmente más. Los platos era las poses, el uso de la vía estrecha y vecina, y lo que popularmente se llamaba corneteo y técnicamente se llama felación. Un servicio completo incluía varios extras y podía llegar a costar cincuenta soles.
Escrita con tiza en la puerta, figuraba a veces la minuta, encabezada por el nombre de la ofreciente. Por ejemplo:



ESTHER
Platos y servicio completo

Corneteo
Doy el chico
Poses:
‹‹El perrito››
‹‹Filo al catre››
‹‹Piernas al hombro››
Atención esmerada



Al cabo de la jornada, la amiga traía una palangana con agua tibia, que nosotros sosteníamos con ambas manos, mientras ella jabonaba y lavaba al combatiente inaltivo. Nos secábamos con papel higiénico. Después, a vestirse y hasta la próxima.
Nunca me olvidaré de esos cuartitos donde se tramitaban los polvos de medio Lima. Pintados de rosado, carmesí o añil, y en algunos casos, prácticamente empapelados con fotos de mujeres calatas en poses sugerentes. En un rincón el primus infaltable. Y el olor, ¡ese olor!, que caracterizaba a los cuartitos, olor a hierbas aromáticas y alcohol. Y la música, ¡ah, la Sonora Matancera! No había puta sin radio y todas sintonizaban la emisora más populachera, Radio Libertad. ¡Cómo no voy a recordar ‹‹El corneta››, por Daniel Santos, o ‹‹Las muchachas››, por Carlos Argentino, o ‹‹Burundanga››, por Celia Cruz!
A estas memorias, muy claras y agradables, sumo de paso la siguiente, de carácter anecdótico:
Un buen día, allá en 1952, me encontré en Huatica con mi profesor de Castellano. Fue en la cuarta cuadra, lo recuerdo perfectamente. No me sorprendió mucho el encuentro (al fin y cabo, quién no iba a Huatica), pero a él sí, y la suya fue grandísima sorpresa. ¡Oh, si me parece estarlo viendo, todo descompuesto e incómodo! Al buen hombre se le había planteado un problema moral. Pues claro, ¿qué ejemplo era éste para la juventud?
Trató de explicarme que no había ido expresamente a ese sitio, sino que ‹‹pasaba por allí››. Fingí creerle, pero él reparó en mi fingimiento y siguió explicándome. Total, nos dirigimos a un restaurantito cercano de 28 de Julio y mi profe quiso invitarme un tamal, sólo le acepté un café; y casi durante un par de horas me endilgó una perorata acerca de los inconvenientes y peligros de acortarse con putas.
Lo divertido es que años después vi a este rectorcillo de moralina en uno de los corralones de la Avenida México, donde se había establecido el nuevo barrio rojo.
En lugar de reprobar, o atenuar, o disimular, el lance prostibulario, debió este profesorcito -¡hubiese sido más pedagógico!- compartir con su alumno la experiencia y decirle por ejemplo:

‹‹¡Caramba, qué gusto de verlo por acá! ¿Y? ¿Cómo está la putería? ¿Usted ya se ocupó? ¿No? Ah, entonces venga conmigo, acompáñeme, vamos a dar un vistazo.››

Pero no ocurrió esto; pudo más la moralina y ese afán de querer dar ejemplo a la juventud. ¡Maldita la falta que nos hacen semejante ejemplos!
Corría válida por aquel tiempo la creencia de haber mucha peligrosidad en el mentadísimo jirón victoriano.

‹‹No vayas a Huatica, te pueden asaltar o cortar; hay hampones, no vayas, ten cuidado.››


Así se advertía a los jóvenes, así nos advertían los mayores. Y, sin embargo, la delincuencia reinante en Huatica era supuesta. Lo comprobé repetidas veces recorriendo el jirón a las horas más peligrosas: a las dos de la mañana, a las tres, a las cuatro, o sea cuando no había el menor asomo de vigilancia policial. Nunca me pasó nada. No digo que la gente de por allí fuese celestial. Tal vez había hampones, uno que otro, tal vez; pero lo que no había era hampa organizada. Eso, no. (**)
Por otra parte, las matonadas no pegaban en Huatica. Recuerdo al respecto haber visto un día a dos cabos semiebrios que estaban aprovechando su licencia para hacer lo que les venía en gana. Insultantes, recorrían el jirón fastidiando a las mujeres y pateando las puertas de las casitas. El público circunstante fue indignándose a medida que crecían los abusos. Y he aquí lo interesante: la indignación popular fue tanta, que la gente terminó por apedrear a los dos matones vociferantes, que por supuesto tuvieron que salir disparados.
Ni morada de delincuentes ni escuela de carteristas y chaveteros. Nada de eso era Huatica. ¿Y entonces qué era, el Paraíso? Pues no, tampoco; pero sí un barrio rojo pintoresco que tenía cierto aire edénico. Por eso el ingenio de nuestro pueblo, valiéndose del título de una las películas de James Dean, había forjado el siguiente chiste en tres actos:


Primer acto: Aparece la Plaza Manco Cápac.
Segundo acto: Al centro de ella se aprecia la estatua de Manco Cápac.
Tercer acto: Se ve al Inca señalando con el brazo extendido.
¿Cómo se llama la obra?
Al este del Paraíso.


Efectivamente, Manco Cápac está señalando justamente en dirección a Huatica, señala al Este, al Este del Paraíso…


(*) Según la Guía ‹‹Inca›› de Lima Metropolitana, Renovación es calle, vale decir, vía o camino que pasa entre dos filas de casas o edificaciones. La calle puede tener, pues, varias cuadras; pero yo siempre he creído que cuando la calle tiene varias cuadras, entonces no es calle, propiamente dicha, sino jirón. Para mí la calle es una vía de una sola cuadra. Cuando tiene varias se llama jirón, que como dice la Academia, es la ‹‹vía urbana compuesta de varias calles o tramos entre esquinas››.
(**) ‹‹Tiempos venturosos —dice Tamariz— en que se podía transitar esos barrios de las avenidas 28 de Julio, Sucre o Bolívar, a pie y distraídamente, […] sin ningún sobresalto.›› (Domingo Tamariz Lúcar, ‹‹Años 50: Lima nocturna››. Caretas, 1992, 30 de marzo, Nº 1204, 64.)