lunes, 13 de diciembre de 2010

La llave del éxito - Sofocleto


La llave del éxito en Sofocleto Dominical: Tomo 2 (1997) de Luis Felipe Angell de Lama "Sofocleto"

Hace pocos días entré a una casa comercial del centro y —después de veinticinco años sin vernos— me encontré con un viejo compañero de clase cuyo aspecto general mostraba tan alucinante falta de aseo que parecía recién nombrado Gerente Vitalicio de la Baja Policía, porque:


1. Tenía las medias chorreadas como oreja de perdiguero, sobre un par de ex-zapatos que almacenaban tanto polvo como el arpa de Bécquer y que parecían estar muertos de sed porque los dos andaban con la lengua afuera.

2. En su barba se perfilaba, no ya la “sombra de las cinco” sino la penumbra de las siete, porque era evidente que esos pelos tenían 24 horas de vida sobre su rostro, convertido más en la foto de un cactus que en la faz de un ser humano.

3. Su cabeza no sólo pedía un champú a gritos sino un peine, un desodorante y una aspiradora a dramáticos alaridos, capaces de enternecer al propio Satanás, que es tan recio. Es decir, por aquel cuero cabelludo sólo hubieran podido interesarse los pieles rojas para ver si, hirviéndolo, podían sacar de él un buen trapo de cocina.

4. En cuanto a las uñas, debo confesar que me inspiraron un profundo respeto porque se notaba que de luto riguroso, tal vez debido a la muerte del dedo índice izquierdo, porque cada dos minutos hacía un nuevo esfuerzo por darle cristiana sepultura en la oreja del mismo lado.


Luego, la miscelánea que siempre completa el álbum. Es decir, el pantalón sin planchar, los dos cuellos negros (esto es, el de la camisa y el del pescuezo), la corbata con su nudo brillante, que parecía una aceituna de botija, y cierta emanación a putrefacto, que no describo porque a lo mejor hay enfermos en casa, pero que me hizo recordar la vez que se murió un burro en San Isidro y el cadáver estuvo catorce días fabricando bizcos y haciéndole nuditos en el duodeno a todo el mundo. Resumiendo —y por su propia confesión— mi amigo escolar había fracasado “inexplicablemente” en toda clase de trabajos y ocupaciones, sin entender la razón de este infortunio que parecía acompañarlo como una sombra. Me invitó un café, aunque yo hubiera preferido que me invitara un “amoníaco express”, y entramos en un local cercano donde nos cruzamos con dos chicas que los saludaron diciéndole “¡Pof…!”. Nos sentamos. Me explicó:


Hermano, ahora me conseguí una chamba en esta firma importadora, donde estoy hace cuatro meses… un verdadero record, hermanito, porque nunca me duró tanto… Me pusieron en el Departamento de Quesos… tú sabes… esos quesos fuertes, duros, serranos, que parecen Gruyere, Gorgonzola, ¿comprendes…? Pero ya me aburrí de los quesos y ahora estoy pidiendo mi cambio a la Sección de Perfumería, porque ahí dan movilidad…

¡Allí, lo que van a darse es cuenta! —me aterré.

¿Cuenta de qué…? —se extrañó.

¡No, no… de nada… de nada…!


¿Cómo explicarle que los quesos eran su tabla de salvación y el único lugar del mundo donde podía ganarse la vida el pobre “Paloma Charcherosa”, como lo llamábamos en el colegio? En tales casos, por lo general, si uno dice lo que piensa pierde al amigo y no hay ninguna seguridad de que el jabón gane un adepto. La verdad, me faltó valor para insinuarle que se diera una vuelta por la ducha y lo dejé marchar, rumbo a su destino. Nos despedimos. Y yo escribo estas líneas sabiendo que el tema no es, precisamente, para figurar en una antología romántica, pero con la seguridad de que muchos van a hacerse un inventario frente al espejo y van a comprender, así, muchas “postergaciones”, muchas “injusticias” y muchas verdades que nadie se atreve a decirles, para no hacerles daño. Un hombre limpio, pulcro, aseado, tiene ganada la mitad del camino. Salvo, naturalmente, en los casos excepcionales que confirman las reglas:

¿Dice usted que los botaron del puesto porque era de lo más pulcro en las horas de trabajo…? ¡No puede ser…! ¿Y de qué trabajaba usted…?

De basurero, doctor…

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