Extracto de la Enciclopedia de la conducta humana - Tomo 1º: Los cojudos (1970) de Luis Felipe Angell "Sofocleto".
Yo recuerdo, por ejemplo –tenía seis años y estaba en vísperas de enfrentarme racionalmente a la Cojudez-, cuando abrí el pomposo ladrillo de la Real Academia con la plena confianza de encontrar en el término “Cojudo” una clara referencia al Director de mi colegio, al profesor de Geografía, al primero de la clase, al sacristán García y a otros calificados personajes de mi mundo infantil. La desilusión que sufrí vino a ser tan grande como mi desconcierto, porque allí decía, apenas en dos líneas, algo así como:
"Cojudo: Dícese del animal no castrado".
Claro, yo era entonces todavía muy joven para saber (aunque lo intuía), que quienes redactan diccionarios son los Cojudos más solemnes que ha parido madre y que, en consecuencia, no pueden sino producir engendros incomprensibles caducos y equivocados, tan interesantes e ilustrativos como cualquier guía telefónica. Además, no sabía lo que significaba "castrado", aunque tenía una vaga referencia de cierto vecino cuyo médico estornudó cuando le practicaba un delicado corte en los testículos -para operarlo de varicoceles, creo- y al galeno se le fue el bisturí por su cuenta, "degollándole todo” (si nos atenemos al silvestre relato de mi tía Cristina), en forma tan radical que de buenas a primeras se encontró con ambos artefactos en la mano. Por lo tanto, de "Cojudo" pasé a buscar el término “castrado" ("que ha sufrido castración"), sin lograr mayor adelanto en mi pesquisa. "Castración" ("Acción de castrar"), me condujo al infinitivo de este curioso verbo cuya personalidad se resumía en las funciones de:
"Capar, extirpar los órganos de la generación"
Confieso que me quedé como ante un abismo. ¿De modo que, en mi casa, el único habitante no cojudo venía a ser el gato? Y, en un ámbito mayor, el vecino de los calzoncillos vacíos del cual, en inexplicable contradicción, afirmaban los entendidos que cada día estaba más Cojudo, contemplando melancólicamente sus testículos, conservados -hasta el día de su muerte- en un enorme frasco de formol. No, ¡aquello necesitaba una explicación! Y procedí a buscarla metodológicamente, aunque exponiéndome a todos los padecimientos que lleva consigo el apostolado del investigador, porque cuando al viejo y aguerrido coronel de Caballería que vivía en la esquina le pregunté (solicitándole que me contestara "de a de veras") si él era castrado o cojudo -las dos únicas posibilidades de ser que, en mí opinión de entonces, tenía por delante la humanidad- me encajó tal patada en el trasero incipiente, que fui a caer en el centro de la pista, minutos antes de volver a mi casa y empalmar una cachetada indeleble, mediante la vía paterna, notificada telefónicamente de los hechos por el pundonoroso oficial de marras Así, pues, tuve que abandonar mis estudios semánticos ante la perspectiva de sufrir mayores daños y, durante un buen tiempo, me quede traumatizado por la angustia de no saber si era más saludable incorporarse a las entusiastas filas de los Cojudos o someterme algún día a la humillante operación que le habían hecho al gato para que no siguiera correteando en los techos como un histérico.
Luego, supongo que siguiendo la tradición nacional, me aclimaté a la cojudez, como quien se acostumbra al frío de la Sierra o al calor de Piura, y recién en la Universidad, cuando hacíamos un inventario de los catedráticos Cojudos a quienes era indispensable repudiar por incapaces y anacrónicos, volví a interesarme en el tema como objeto de una seria monografía lexicográfica que me sirviera de base para un Ensayo ulterior sobre la mentalidad peruana.
Para comenzar, recordaba haberle preguntado a mi tía Cristina, poco antes de incorporarse al álbum necrológico de la familia, por qué en Piura se llamaba “Cojudo de chicha” al poto o calabaza seca donde se acostumbra servir dicho fermento. Me explicó, utilizando un ingenioso eufemismo, que ello se debía al parecido que tenían los "Cojudos" con las talegas, pero sin decirme que en la fabla popular de mi tierra -donde yo faltaba casi desde la infancia- las "talegas" eran, ni más ni menos que un sinónimo de "testículos". El Cojudo, pues, se llamaba así porque tenía forma de testículo. A esta información se acoplaba, como raíz etimológica, el término "cojón" que se aplica en España al testículo más caído que su hermano gemelo, quedando el plural reservado para los casos de duplicidad. Esto es, cuando ambos protagonistas están igualmente caídos, por razones de peso específico (atributo -se dice de valientes y audaces) o por lo que podríamos llamar Languidez Congénita, que vendría a
ser algo así como prima hermana de la Cojudez Intrínseca. Por su parte, la definición del diccionario venía a confirmar esta relación Cojudez-Testículo, con ciertas implicancias de cosa desequilibrada (cojón, cojera, cojo, Cojudo), ambulatoria, sometida a los vaivenes del andar (o vivir, que es lo mismo pero a pocos), pesada, cargante y persistente (porque no hay nada tan persistente y aburrido como el andar de un cojo), etc. Pero todavía hay más cojudeces que anotar.
“Cojez”, por ejemplo, que el diccionario señala como sinónimo de “Cojera”, es ya un antecedente y, diríamos, el eslabón perdido entre cojo y cojudez, del mismo modo que el “cojijoso” está definido como ser que “se queja, enoja o resiente por fútil motivo”. Es decir, exactamente lo que acostumbran hacer los Cojudos. Por su lado, “coja” es una de las 64 acepciones de “ramera” y, por lo tanto, es lógico que “Cojudo” venga a resultar el marido que “la permite o administra”. En lo personal, me parece que si la “administra” no es ningún Cojudo sino, más bien, un sinvergüenza, pero si “la permite” nos encontramos ante un caso imponente de cojudez por derecho propio. Sin insistir mucho en que "cojinetes" se llama a las billas o bolas de rodamiento, tal vez convenga remontamos hasta Felipe El Hechizado (valga decir el Cojudo), monarca que sufría de "poco sustentamiento en las vedijas", como dejara puntualizado su médico, el caballero de Sotomayor, quien inventó para él unos andamios de tela -hoy llamados abiertamente “suspensores"-, destinados a restituir en su Señor el equilibrio perdido y a evitar que ingresara en la Historia como un soberano Cojudo. Objetivo que no logró, como estamos viendo. Es muy posible que la real potra no encontrara en los arcaicos suspensores el alivio necesario o mínimo y esto abrió las puertas de la inmortalidad y la fortuna a don Sancho Herrera de Alduz, faltriquero de la Corte, quien diseñó, para delicia de tan torturados como altivos escrotos, los primeros cojines que se recuerda. Sobre ellos -blandos, frescos, forrados en rojo terciopelo heráldico- daba respiro "a las desiguales pesas de su balanza, nuestro bienamado monarca", como habría de consignar don Francisco de Quevedo, quien debía ser un experto en la materia porque también sufría de lo mismo.
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