sábado, 30 de octubre de 2010

Cómo decíamos hace un mes - Sofocleto


Prólogo de Sofocleto Dominical: Tomo 2 (1997) de Luis Felipe Angell de Lama "Sofocleto"




En realidad, cuando el inmortal Fray Luis de León (ahora lamentablemente muerto, porque siempre fue muy temperamental) suscribió su célebre frase —“Como decíamos ayer…”— hacía veinte años que lo habían sacado de la cátedra y, por lo tanto, eso de “ayer” venía hecho vidrio molido contra los autores de su defenestración o, para decirlo en criollo (como habla el príncipe Carlos cuando está a solas con la reina, que es una madre para él), contra quienes lo habían sacado por la ventana. Puesto que eso significa, exactamente, “defenestrar”. Pero, en cambio, nosotros modestamente decimos “hace un mes” porque descontando la máquina que se atracó, el papel que se torció, el técnico que perdió un dedo en la guillotina y, en fin, las cosas que ocurren en una imprenta cuando todo parece estar perfecto, salimos con el SEGUNDO TOMO de originalísima BIBLIOTECA SOFOCLETO exactamente a los veintiún días (como los pollitos, en su evolución de huevo a “pío, pío”) de haber salido a la luz pública el primer volumen de la misma.


Ahora bien, no nos envanecemos con esto.


Sencillamente digamos que la modestia se nos sale por los poros y que en las noches, al acostarnos (con excepción de los días útiles, en que nos acostamos por la mañana) pasamos frente al espejo y ni siquiera nos dignamos mirar la imagen del ciudadano que —desde el otro lado— nos espía cuando refilamos la peinada del estribo (siempre se peinan más veces los que tienen menos pelo) o calculamos cómo andamos de la barriga, por si los kilos. Que me perdonen las señoras experimentadas en este asunto de la cigüeña pero la verdad es que —pensamos— esto de publicar un libro “tiene” que ser como parir. O “dar a luz”, como se decía antes que llegaran los piratas del medidor, quienes, allí donde el creador dijo alguna vez “¡Hágase la Luz… chuf, chuf!”, han venido con su nuevo eslogan (“¡Córtese la luz!”) sin que desde el cielo les hayan mandado un buen rayo o les haya caído encima uno de sus propios postes.


Pero, volviendo a la “parición” de libros: Con toda la experiencia que tenemos de haber alumbrado unos cuarenta tomos —entre el Perú y el extranjero— seguimos creyendo que no hay nada en el mundo tan patéticamente parecido a una pariente (de “parir”, no de relacionado familiar, como una tía, una prima o cualquier cosa comestible de la tribu) que el escritor en los días inmediatos al advenimiento de un volumen suyo a este valle de lágrimas. Es algo impresionante: La madre mira al monito como si fuera un cristal, lo abriga, lo desabriga, le da el pecho (dos surtidores para él solo), lo atiende (pañales, talco, chanchos, devoluciones, “arrorroes” nocturnos a cargo del progenitor porque la madre siempre está “deshecha”), lo peina, lo encoloniza, le canta (¡) ritmos que ya estaban fuera de circulación cuando —allá en el Paraíso— nació Caincito y, porque en el fondo seguimos siendo antropófagos, se pasa el día y al noche preguntando si el gorilita no está “para comérselo”, evento que, de sólo imaginarlo, le revolvería las entrañas a la propia hiena, que come de todo.


Con el autor del libro —aunque en distinto escenario— pasa lo mismo: Camina kilómetros buscando algún transeúnte que lo tenga entre las manos o lea en el micro; recorre todas las librerías para ver si tienen a “su hijo” en la vitrinas o si lo anuncian con algún letrero; enloquece al distribuidor para saber “cómo anda la cosa”, lo cual, frecuentemente, lleva a equívocos que no es del caso pormenorizar; pregunta a sus amigos “qué les pareció el engendro” (todos le dicen que “¡fantástico!” y ninguno lo ha leído porque espera a que el autor se lo regale) e, inevitablemente, en la mesa de noche tiene un ejemplar lleno de correcciones porque —así es el fútbol entre los escritores— recién después de haber sido impreso, distribuido y puesto a la venta, es cuando aparecen los “furcios”, las fallas de construcción gramatical, los errores (a veces “horrores”) ortográficos, el empastelamiento de textos, la repetición de sustantivos, los defectos de lomo (del lomo del libro, claro, porque los otros siempre se pueden planchar) y su propio nombre mal escrito. Además del mamotreto, en la mesa de noche también hay aspirinas para el dolor de cabeza y sedantes para la cabeza del dolor, que nunca está en el cerebro sino en el sistema nervioso. El parturiento pierde peso, pierde el apetito, pierde a los amigos que no recibieron su ejemplar gratis, pierde a la señora (que no pasó de las dos primeras páginas), pierde los anteojos para ver de cerca y también pierde los de ver de lejos, al pisarlo por no haberlos visto cuando los tuvo cerca. Piensa en el suicidio. Pero no en el suyo sino el de sus enemigos, competidores, imitadores, copiones, envidiosos, mediocres y (¿dónde estará la lista de tres páginas que habíamos hecho, de primera mano?), toma aire en el grifo porque se le han bajado las llantas del espíritu y, finalmente, toma la decisión de no volver a escribir un libro jamás, hasta dentro de —mínimo— dos meses.


Pero todo eso es falso, como un huaco legítimo.


Pasado la octava o novena tormenta espiritual del día, el procreador entra, como si dijéramos, en celo; adopta miradas lejanas, asume expresión de iluminado, aprieta el botón correspondiente del cerebro y pasa de la mesa de noche al escritorio (la “inmunda covacha” según la llaman familiarmente los otros habitantes del tugurio), vuelve a poner papel en su vieja IBM (que no hay donde conseguirle bolitas de repuestos y en el tablero no hay letras que las debe completar con bolígrafo) y la humanidad no tiene idea del cataclismo literario a que está expuesta a partir de ese momento. Luego, lo de siempre: A la señora parturienta la embarazan de nuevo —en una de esas noches de insomnio y luna— en tanto que el escritor irá haciendo barriga intelectual, según y conforme vaya caminando su proyecto. Y la historia se repetirá por en tanto y cuanto la señora siga siendo multiplicable y el escritor, pateando ideas mientras camina por sus mundo interiores, tropiece de vez en cuando con algo original y propio. No sólo para cumplir con su imperativo esencial y vital de escribir, sino para desautorizar a quienes proclaman —sin remordimiento de conciencia— que “nada hay nuevo bajo el sol” y que en materia de plagio todo es tan lícito como hacer el amor con la cuñada de Martínez.


[…]


La Historia ha ido demostrando que el Humor, en la vida, es tan indispensable como el aire, como la luz, como el amor. El gran poeta Virgilio decía: “Hay que prepararse por aquellos que está contra el Humor, esa fórmula crítica de la inteligencia que siempre termina teniendo razón. Desde luego, no se refería el poeta al humor servil, de a tanto por palabra, sino al Humor estructural, que es la cumbre máxima del talento. Otro gran poeta latino, cuyo nombre se nos acaba de escapar, como un pajarito, por alguna ventana de la memoria, decía que “El Humor es siempre el enterrador de la tristeza, pero cuando desaparece el humor la tristeza vuelve a resucitar. Entiéndalo bien el Senado Romano… y entienda que el Humor no es hijo del vino sino padre de las verdades que sin él no podríamos finalmente estableces…”.


Pero, en fin, no podemos dejar que el Humor nos ponga meditabundos, ni escalafoyéticos, según antiquísima palabra que acabamos de inventar. A todos nuestros lectores les deseamos el mejor de los éxitos con esta adquisición que han hecho y los felicitamos muy efusivamente por la inteligencia y el buen gusto que han demostrado tener al escogerlo. ¿Un consejo sano para tener el hígado en óptimas condiciones? Bien: Cómprenos, tenga nuestros libros cerca y en cuando el hígado les comience a patear, léanos.
De veras que les hará mucho bien.

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